sábado, 4 de diciembre de 2010

El agua de la vida

Había una vez tres personas que buscaban el agua de la vida, esperando que, después de beberla, vivirían para siempre.

Una de estas personas era un guerrero. En su opinión, el agua de la vida tendría muchísima fuerza, sería como un torrente o una catarata y por eso se había embutido en una armadura y proviso de una espada, convencido de que así podría vencer al agua y bebérsela.

La segunda persona era una hechicera. Pensaba que el agua de la vida era mágica, algo así como un remolino o un geiser, de manera que podría controlarla con un hechizo. Para ello se había enfundado en una larga capa de estrellas.

La tercera persona era un mercader. En su opinión, el agua de la vida era tremendamente costosa, algo así como una fuente de perlas o de diamantes. Por eso decidió llenarse todos los bolsillos de su atuendo con monedas de oro, con la esperanza de comprar el agua.

Pero cuando los viajeros llegaron a su destino, se encontraron con que estaban equivocados. En efecto, el agua de la vida tenía poco o nada que ver con lo que se habían imaginado. No era un torrente susceptible de ser intimidado por una muestra de fuerza. Ni era un remolino que pudiera ser encantado por un hechizo.

Tampoco era una fuente de perlas o de diamantes que pudiera comprarse con dinero. Era, simple y llanamente, un pequeño arroyo de agua dulce. De hecho, lo único que hacía falta para beneficiarse de los poderes mágicos del agua era arrodillarse y beber.

Claro que esto resultó mucho más difícil de lo que hubieran imaginado. El guerrero, con su armadura, era incapaz de ponerse de rodillas. Por otra parte, la larga capa mágica de la hechicera perdía los poderes mágicos en cuanto se manchaba de barro. Y el mercader, con tanto dinero a cuestas, corría el riesgo de que las monedas se les escaparan de los bolsillos y se colaran entre los cantos del arroyo en cuanto se arrodillara. Así que ninguno de los tres, de pié como estaban, podían beber del arroyo.

Sólo había una solución posible para cada uno de ellos. El guerrero se despojó de la armadura. La hechicera arrojó al barro la capa. Y el mercader se quitó la ropa que había llenado de monedas. Y así, uno a uno, se fueron arrodillando como Dios les trajo al mundo, para beber del arroyo que les concedería vida eterna.

¿Cómo me sitúo ante lo que me da la verdadera felicidad?

"El que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la vida eterna"  
(Jn 4, 14)

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